martes, 28 de enero de 2014

JOSE AGUSTIN GOYTISOLO. Más que una palabra.

“Tu destinos está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos…”

“Más que una palabra”

La libertad es más que una palabra
la libertad es una chica alegre
la libertad es una parabellum o una flor
la libertad es tomarse el café donde uno quiere
la libertad es una perdiz herida
la libertad es negarse a morir en una cama de hospital
la libertad es real igual que un sueño
la libertad aparece y ya no está
la libertad hay que inventarla siempre
la libertad puede ser del esclavo y fallarle al señor
la libertad es gritar frente a la boca gris de los fusiles
es amar a quien te ama
la libertad es comer y repartir el pan
la libertad es no ocupar asiento en el festín de la ignominia
la libertad a veces es una simple línea fronteriza
la libertad es la vida o es la muerte
la libertad es la ira
la libertad se bebe y se respira
la libertad es cantar en tiempos de silencio
la libertad si quieres será tuya
pero
solo por un momento
porque cuando la tengas
se escapará riendo entre tus manos
y tendrás que buscarla y perseguirla
por las calles, ciudades, praderas y desiertos
de todo el vasto mundo
porque se deja amar únicamente por amor por ganas
porque ella
es más hermosa que una pluma al viento.
José Agustín Goytisolo
De “Palabras para Julia” – 1980-1990
Recogido en “José Agustín Goytisolo – Obra completa”
Editorial Lumen – 2011©
ISBN: 978-84-264-1783-1

CATALUNYA - FRANCISCO LONGO

Un espacio de diálogo y pacto

La tensión entre Cataluña y el resto de España pone a prueba la aptitud para regular la vida en común

 28 ENE 2014 El País

Los países son lo que son, y no lo que a veces nos da por pensar que son. La España de este tiempo es a la vez una nación y una realidad plurinacional. No somos una mera yuxtaposición de identidades colectivas diversas, pero tampoco una realidad nacional totalmente homogénea. En esto, la historia nos ha hecho diferentes de países como Francia, Alemania o Estados Unidos y nos asemeja a otros como Gran Bretaña, Canadá o Bélgica. Nada hay en ello, en principio, de bueno ni de malo. Simplemente, vuelve más compleja la tarea de vivir juntos, y exige para conseguirlo arreglos institucionales y políticos algo más sofisticados. Esos marcos de convivencia evolucionan, además, en el tiempo. En este que vivimos, la tensión entre Cataluña y el conjunto de España está haciendo saltar las costuras del ropaje constitucional que confeccionamos hace 35 años y poniendo a prueba nuestra capacidad para organizar armónicamente la vida en común.
Enumerar algunas premisas puede ayudarnos a entender lo que está en juego:
1. El encaje de Cataluña en España exige, en todo caso, que Cataluña mantenga una mayoría social favorable a la integración. Si esa mayoría no existe, ni la invocación de la legalidad, ni las presiones de un tipo u otro, ni las maniobras políticas de alcance táctico serán capaces de garantizar el acoplamiento en el medio plazo.
2. La confrontación de posiciones está operando en sentido contrario, alimentando una poderosa corriente de fondo —más allá, incluso, de los partidos— favorable a la secesión. Es de temer, encuestas en mano, que ya ahora, si la disyuntiva fuera binaria, esto es, entre statu quoconstitucional o independencia, reuniera más votos esta última. En cualquier caso, si no se hiciera nada, el tiempo parece jugar inexorablemente en esa dirección.
3. Antes o después, la ciudadanía catalana deberá ser consultada sobre la cuestión y expresarse. Negarlo será cada vez menos sostenible, en el plano nacional e internacional. En qué consista esa consulta, cómo y cuándo se organice, son variables cruciales para el desenlace del asunto.
4. El Gobierno español no puede aceptar ni un supuesto derecho de una parte del país a la secesión —inexistente tanto en el ordenamiento interno como en el derecho internacional— ni fórmulas que impliquen una colisión con el marco constitucional y su atribución de soberanía al conjunto del pueblo español
La ciudadanía catalana deberá ser consultada sobre la cuestión
En este contexto, la iniciativa de convocar un referéndum, impulsada por partidos que representan a más del 70% del Parlamento catalán, ha sido percibida como un nuevo paso en la escalada de la tensión. No han faltado razones. Entre otras, una escenificación unilateral y revestida de la enfática solemnidad que aqueja últimamente a la política catalana (también, en buena medida, a la española) cuando se aborda este asunto. Sin embargo, la situación admite otro tipo de lectura.
Los partidarios de la secesión han hecho, hasta hoy con éxito, del “derecho a decidir” un banderín de enganche para dotar a su proyecto del respaldo masivo que necesita. Pero ahora, para mantener ese respaldo más allá de sus propias filas, se han visto obligados a pactar una propuesta de referéndum distinta de la que pretendían. Al incluir una opción intermedia (un “estado no independiente” que cabe interpretar como más autogobierno sin secesión), la pregunta dota de un espacio para expresarse a cientos de miles de ciudadanos que, en la disyuntiva binaria, carecerían de una respuesta propia y se verían obligados a refugiarse en una de las otras, o a abstenerse.
En mi opinión, este es un dato relevante que podría situar la consulta más cerca de una salida integradora que de los planes secesionistas, siempre que el Gobierno y las fuerzas políticas mayoritarias en España, analizando y manejando la situación con inteligencia política, supieran llegar a un acuerdo con el Gobierno catalán para realizarla, bajo ciertas condiciones. En este sentido, el Gobierno español podría, aplicando, como han sugerido Rubio Llorente y otros expertos, el artículo 92 de la Constitución, convocar por sí mismo un referéndum consultivo para conocer la opinión de los ciudadanos catalanes, fijando para ello —de forma deseablemente pactada— la fecha y demás circunstancias. Podría aceptar también la estructura básica de alternativas que acordaron los partidos catalanes, aunque sería necesario que la opción intermedia entre lo que hay ahora y la independencia se formulara de manera algo menos ambigua que como ha sido planteada.
Ciertamente, el Gobierno debería asumir que si el resultado, no vinculante en sí mismo, reflejara una mayoría amplia favorable a revisar —con uno u otro alcance— el statu quo constitucional, habría que abordar una negociación que hiciera esa revisión posible. Y, por supuesto, cualquier reforma constitucional que incluyera los acuerdos surgidos de ese proceso tendría que ser aprobada por el conjunto de la ciudadanía española. Esta fue, por ejemplo, la doctrina que estableció la Ley de Claridad canadiense para el caso de Quebec.
El mero transcurso del tiempo juega más bien a favor de la separación
Desde mi punto de vista, un enfoque de este tipo ofrece, para quienes defendemos la integración de Cataluña en España, importantes ventajas. Por una parte, permite acceder a la consulta sin que ello implique reconocer un actor soberano diferente del pueblo español. Por otra, un acuerdo sobre la consulta haría que España apareciera ante los catalanes, por primera vez en los últimos años, como un espacio de diálogo y pacto, y no de negativa o imposición. La imagen internacional del país, en lo que se refiere al manejo del conflicto, saldría también claramente beneficiada. Por último, al privar a los independentistas de cualquier exclusiva en la defensa del “derecho a decidir” desactivaría esta palanca de reclutamiento y haría aflorar las posiciones de fondo, esto es: secesión o integración, en qué condiciones y con qué consecuencias. El debate sobre lo que hay en juego se clarificaría, saliendo de la ambigüedad algo viscosa que lo viene caracterizando.
Pero lo más importante es que este planteamiento de consulta mejoraría el pronóstico —obligadamente pesimista, hoy— sobre el encaje de Cataluña en España, haciendo más probable una mayoría social favorable a la integración. Eso sí, previsiblemente, la mera defensa delstatu quo actual sería minoritaria entre los catalanes. De ser así, el resultado abriría la puerta a una reforma de nuestro marco constitucional. Obligaría a asumir ciertos elementos de bilateralidad en la relación entre ambas partes. Llevaría consigo un replanteamiento del modelo territorial definido en 1978. Pondría en cuestión una simetría que hoy se revela artificial en el tratamiento de las distintas realidades territoriales del país. Un reto bastante complicado, desde luego, pero aconsejable para afrontar el fondo del problema.
Ha dicho el presidente del Gobierno que la consulta no se hará. Muchos creen lo mismo, fuera y dentro de Cataluña, entre ellos no pocos de sus promotores, cuya estrategia daba por descontada la negativa y se alimentará de ella, si nada lo remedia. Pero se equivoca quien crea que eso acaba con el problema. Lo que viene después de prohibir e impedir la consulta no es mejor que lo de antes. El mero transcurso del tiempo no juega a favor de la integración, sino de la separación. No parece un momento para jactancias buscando el aplauso fácil de la propia parroquia, sino para aprovechar las oportunidades y recuperar la iniciativa.
Francisco Longo es profesor del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de la ESADE.

lunes, 27 de enero de 2014

UCRAÏNA

El granero volátil de Stalin
Francisco Herranz. El Mundo 27.01.2014


Ukraina se traduce literalmente como "en el borde". Es un país que siempre ha estado encajado entre otros, padeciendo frecuentes divisiones fruto de su peculiar situación geográfica. Si en los siglos XVII y XVIII Rusia, Polonia y el Imperio Otomano se repartieron su territorio, en el XIX lo hicieron Austria-Hungría y de nuevo Rusia. Y ya en el siglo XX, a excepción de un breve y caótico periodo de independencia tras la I Guerra Mundial, pasó a formar parte de la URSS. En definitiva, Ucrania siempre ha estado en la frontera de los imperios europeos durante siglos. Eso explica en cierta medida por qué esta nación de 45 millones de personas y 600.000 km cuadrados está sumida en una nueva crisis. He aquí algunas claves para comprender mejor la situación.

Claves históricas

Aunque Rusia nació en la Rus de Kiev, una federación de clanes eslavos, allá por el siglo IX, el centro del poder se trasladó bien pronto a Moscú. Eso generó que con el paso del tiempo lasrelaciones mutuas se hayan vuelto asimétricas y ocasionalmente muy dolorosas.
Por ejemplo, cuando el Gobierno soviético ordenó la exterminación de cientos de miles de ucranianos entre 1932 y 1933. En su libro 'Los genocidios de Stalin', Norman Naimark cuenta que la técnica consistía en confiscar a los kulakí (campesinos ricos y considerados contrarrevolucionarios) sus reservas de trigo e impedirles salir en busca de alimento.
Los kulakí se oponían a la colectivización stalinista precisamente en el 'granero de Europa', llamado así por su enorme cantidad de productos agrícolas. Unos 10 millones de personas sucumbieron al genocidio por inanición y los ucranianos llaman a esa tragedia'holodomor', que significa 'matar de hambre'. Esa espantosa experiencia marcó a varias generaciones.
No obstante, la elección de Nikita Jruschov como secretario general del PCUS en 1953 supuso un cierto punto de inflexión. Fue él precisamente quien 'regaló' a Ucrania la estratégica península de Crimea, base de la flota rusa del Mar Negro.
Y más tarde, las autoridades ucranianas jugaron un papel decisivo en el proceso de desintegración de la Unión Soviética a finales de 1991. Si el entonces presidente Leonid Kravchuk se hubiera aliado conMijail Gorbachov en vez de con Boris Yeltsin, la historia se habría contado de otra forma.

Claves lingüísticas y religiosas

Ucrania tiene unas características lingüísticas y religiosas casi únicas en Europa que han moldeado su cultura y personalidad.
El ucraniano, más hablado en el oeste, tiene raíces comunes con el ruso, pero se ha transformado en una barrera sociológica entre ambas comunidades eslavas.
Los rusos se suelen reír del fuerte acento de sus vecinosmeridionales y llaman a Ucrania 'Jojlandia' por la forma que tienen de pronunciar esa consonante. Además, desde el punto de vista religioso también se aprecia un elemento diferenciador: la existencia de una iglesia uniata o grecocatólica asentada sobre todo en las áreas occidentales, una iglesia aliada de Roma que despierta el recelo de los popes ortodoxos rusos.

Claves socieconómicas

Fruto de estos condicionamientos geográficos, históricos y culturales,Ucrania se ha fragmentado en dos mitadesuna industrial y prorrusa y otra rural y proeuropea.
En el este (regiones de Donetsk, Jarkov), se concentran compañías que formaban parte del complejo industrial militar soviético y que tuvieron que reconvertirse a marchas forzadas. Por contra, en el oestey con epicentro en Lvov, abundan las empresas agrícolas y ganaderas.

Claves políticas y geoestratégicas

La actitud de Ucrania hacia Rusia y la Unión Europea ha venido marcada por la ideología del presidente de turno. El ya citado Kravchuk (1991-1994) aprovechó la inercia independentista para estrechar lazos con la UE. Le sucedió Leonid Kuchma (1994-2005), quien tendió de nuevo la mano a Moscú. Kuchma intentó que ganara las elecciones su heredero, Viktor Yanukovich, pero el pucherazo terminó en la Revolución Naranja, que puso en el cargo aViktor Yushchenko (2005-2010), europeísta hasta las cachas. Independientemente de estos vaivenes, la importancia de Ucrania está fuera de toda duda. Para el analista Robert D. Kaplan, es "el corazón estratégico de la Europa de la post Guerra Fría". Y para George Friedman, fundador de Stratfor, "es tan importante para la seguridad nacional rusa como Escocia lo es para Inglaterra o Texas para EEUU".

Claves militares

Según el Libro Blanco de 2012 editado por el Ministerio de Defensa de Ucrania, EEUU -y no la Federación Rusa- es el país con el que mantienen más relaciones en materia de defensa.
Ese dato demuestra hacia dónde se orienta el interés de los uniformados ucranianos. Pero en 2010 Rusia y Ucrania firmaron un acuerdo para extender hasta 2042 el alquiler de la base naval de laflota del Mar Negro a cambio de un descuento de casi el 30% en la factura del gas que Moscú les suministra a Kiev.
Para algunos analistas rusos, la presencia naval rusa en Sebastopol complica los sueños de Ucrania de entrar algún día en la Alianza Atlántica.

QI JINGYUN (siglo XIV)


DESPEDIDA A FU

Un solo trago de vino casero,
todo mi profundo amor por ti.
Hermosas flores, ruiseñores que cantan.
No hacen más que destrozarme el corazón.
¡Cuánto desearía que mis copiosas lágrimas
se convirtieran en una furiosa tormenta
que impidiera que partieses mañana!

Antologia de poetas prostitutas chinas Visor 2010

CATALUNYA. ALVAREZ JUNCO - MORENO LUZON

Argumentos trasnochados

En el debate sobre la relación entre Cataluña y España, los viejos tópicos esencialistas no solo no aclaran el problema al que nos enfrentamos, sino que lo pueden agravar con renovadas ofensas y descalificaciones

 /  27 ENE 2014 El País
El economista César Molinas, en su importante artículo Lo que no se quiere oír sobre Cataluña (EL PAÍS, 19 de enero de 2014), trata de aportar soluciones al actual conflicto territorial y pone sobre la mesa propuestas bastante sensatas. Hace, además, un recorrido histórico en el que señala, con acierto, cómo los siglos XVI y XVII, pese a la conservación de las “libertades” medievales, representaron una fase oscura y decadente en la vida catalana, mientras que el XVIII, tras los Decretos de Nueva Planta, supuso el inicio del crecimiento industrial, mercantil y cultural de Cataluña. Sin embargo, el autor recurre a argumentos esencialistas, tan viejos como desacreditados, que no solo no aclaran el problema al que nos enfrentamos, sino que lo agravan con renovadas ofensas y descalificaciones.
En su opinión, el encaje de Cataluña en España es el de “un pueblo norteño en un país sureño”, juicio simplista e indemostrable que, al parecer, es la clave del asunto. El carácter nacional “norteño” se sustenta, nos dice, en dos factores: la europeidad “pata negra” y una ética del trabajo que no considera este un castigo divino sino un signo de elección, a la manera calvinista (Max Weber mediante). Unas cuantas objeciones deberían bastar para derrumbar esta tesis: si la incorporación al Imperio Carolingio fuera el sello de la pertenencia a Europa, eso querría decir que los pobladores de otros territorios de la memorable Marca Hispánica —los de Pamplona o Jaca, pongamos— serían más europeos que los de Lleida, fuera de sus límites; y el resto de los españoles quedarían condenados a arrastrar per secula seculorum la herencia —africana, horror— de Al Andalus. Del mismo modo, los vascos o los valencianos, pese a poseer amplios tejidos empresariales y pasar por laboriosos, serían “sureños”. A partir de aquí, los estereotipos se desatan: si los catalanes son trabajadores y serios, los otros españoles serán perezosos, ¿y también alegres e irresponsables? En fin, solo faltan unos buenos chistes con los acentos adecuados.
En realidad, lejos de enriquecer el debate con reflexiones que “no se quieren oír y, mucho menos, escuchar”, Molinas se limita a repetir tópicos que han sido oídos ad nauseam. Porque explicar el fenómeno del nacionalismo moderno a partir de la existencia de esencias nacionales, de rasgos que han caracterizado a las comunidades humanas desde tiempos remotos —en general, desde la Edad Media— y que se han perpetuado a lo largo de los siglos, es lo que han hecho una y otra vez, desde que la nación se convirtió en el mito legitimador de la soberanía, intelectuales de las más diversas tendencias. Muchos de ellos, sin duda, respetables e influyentes; pero empapados del clima nacionalista de su época. Esos rasgos podían radicar en la lengua, la religión, la mentalidad o las costumbres, según conviniera, pero lo decisivo era que revelaban una especie de espíritu o alma nacional, o al menos un carácter colectivo, tan indiscutible como firme y duradero. Un planteamiento alimentado por los nacionalismos, que, a partir de estos elementos culturales y del llamado principio de las nacionalidades (a cada nación corresponde un Estado), justificaron su reivindicación de un marco político propio.
La realidad social ha sido y sigue siendo compleja, y son los nacionalistas quienes la simplifican
Estas interpretaciones, de raíz romántica, han sido ampliamente rebatidas desde la Historia y desde otras ciencias sociales en los últimos 30 o 40 años. Hoy concebimos las naciones como artefactos culturales modernos, construidos por los nacionalistas —en particular, por diversas élites políticas e intelectuales, de dirigentes de partidos a escritores y artistas— sobre la base, eso sí, de elementos culturales preexistentes. Dicho de otro modo: la realidad social ha sido y sigue siendo muy compleja, y son los nacionalistas quienes la simplifican y reordenan a partir de sus propios intereses y percepciones, dividiendo a la humanidad con fronteras culturales que aspiran a ser políticas.
Y ahora precisamente, cuando estas nuevas visiones de la cuestión parecen estar bien asentadas entre los investigadores, resurgen en España, al calor del agudo enfrentamiento actual entre nacionalismos, los vetustos argumentos esencialistas. No es raro, por ejemplo, encontrar hoy afirmaciones sobre la extrema antigüedad de la nación española, “la más vieja de Europa”, según se obstina en repetir el presidente Rajoy. No sabemos por qué los redactores de sus discursos han decidido ignorar la existencia de los reinos de Francia e Inglaterra, que se llaman ya así desde los siglos X u XI, mientras que del “reino de España” no sería posible hablar hasta los Reyes Católicos, a finales del XV. Y aún entonces no era propiamente un reino ni, mucho menos, constituía una nación en el sentido moderno del término. Pero es que todavía siguen estando en boga ciertas ideas, comunes en el siglo XIX y en la primera mitad del XX, pero muy anticuadas hoy, como las que desarrollaron Modesto Lafuente o Ramón Menéndez Pidal: que ya desde la época prerromana, los habitantes de la Península eran individualistas, sobrios, sencillos, religiosos, idealistas…; es decir, que existe un “carácter español” desde hace milenios. Establecido, en definitiva, por la divina providencia.
El feudalismo carolingio y la “mentalidad” menestral no explican los problemas actuales
En cuanto a lo que hoy podríamos llamar el “hecho diferencial” catalán, es algo sobre lo que se ha discutido desde la Renaixença de mediados del XIX. Los nacionalistas catalanes, poco más tarde, quisieron dejar bien claras las peculiaridades que les distinguían de los demás ciudadanos españoles, a partir de su lengua y sus tradiciones, incluyendo con frecuencia un toque de desprecio hacia los otros pueblos peninsulares. Más de uno llegó incluso a adoptar expresiones racistas, como Narcís Verdaguer, para quien los catalanes eran arios y los castellanos “africanos” (“bereberes”, concretaría Enric Prat de la Riba), o el lunático Pompeu Gener, quien afirmaba que el escaso amor al trabajo de los castellanos se explicaba por su sangre semita.
Mejor será no recaer en estas formas de pensar, que no ayudan en absoluto a entender los fenómenos nacionales y mucho menos a suavizar los conflictos políticos. Además de —o en vez de— volver a Ortega y a Vicens, deberíamos leer El mito del carácter nacional de Julio Caro Baroja, Razón del mundo de Francisco Ayala, o lo mucho y bueno que se ha escrito en la propia Cataluña. Por ejemplo, El imperialismo catalán, de Enric Ucelay da Cal, que desmiente por completo esa supuesta “falta de ambición para proponer un proyecto capaz de integrar a todos los catalanes, y también a todos los españoles”. Si algo les sobraba a los primeros catalanistas era ambición. Por no hablar de la “aversión (catalana) a participar en el Gobierno del Estado”, cuya falsedad demuestran desde Juan Prim, Manuel Duran i Bas, Francesc Cambó y Jaume Carner hasta Narcís Serra y Josep Piqué, pasando por Laureano López Rodó.
El feudalismo carolingio y la “mentalidad” menestral no explican, en resumen, nada o —seamos generosos— casi nada de los problemas actuales. Dentro de España no hay pueblos más europeos que otros, ni podemos hablar de norteños y sureños ni de caracteres permanentes que, en caso de condicionar las pugnas políticas en curso, las convertirían en insolubles. Lo que hay es una sociedad compleja, muy dividida en torno a su ubicación en la estructura territorial del Estado español, y un sector radicalizado de las élites políticas barcelonesas decidido a acabar con su dependencia de Madrid. Lo cual es legítimo. No lo es tanto, ni nos aproxima en absoluto a una posible salida dialogada y democrática del contencioso, invocar la historia de manera distorsionada, manipulándola para reivindicar una arcadia que nunca existió o una heroica lucha de siglos contra la opresión nacional, y tampoco para exhibir un pedigrí europeísta frente a los parvenus del sur del Ebro o una división esencial y poco menos que eterna entre los tímidos menestrales de un lado y los ambiciosos hidalgos del otro.
José Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón son catedráticos de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.


miércoles, 22 de enero de 2014

UCRANIA

Este es un articulo que tenia guardado, tiene diez años, está pasado de moda en muchos aspectos pero refleja algo que se olvida hoy en los medios de información, la profunda división existente en Ucrania entre la zona Occidental centroeuropea y la Oriental rusa. Problemas de las fronteras heredadas de la división "nacional" de Stalin,

REAL INSTITUTO ELCANO
Europa y Rusia ante la crisis ucraniana
Antonio R. Rubio Plo
ARI Nº 185-2004 - 1.12.2004
Tema: Las recientes elecciones en Ucrania han puesto de relieve la fragmentación del país y suscitan a la vez el debate sobre su futuro entre Europa y Rusia. En contraste con la habitual tibieza de la UE en este asunto, en la que la excepción son los nuevos miembros centroeuropeos, Rusia presenta una clara opción de mantener a toda costa a Ucrania en su área de influencia.
Resumen: Uno de los principales debates estratégicos, tras la desaparición de la URSS, gira en torno al destino de Ucrania. Rusia mantiene sus aspiraciones de influencia sobre este país. Factores de índole económica y política, combinados con fuertes vínculos históricos y culturales, han empujado a Moscú a buscar una relación privilegiada con Kiev, en la apuesta de más envergadura para fortalecer la CEI, una organización de estructuras muy laxas desde sus orígenes, y crear así un espacio económico común que abarcaría otras ex repúblicas soviéticas como Bielorrusia y Kazajistán. Pero por otra parte la existencia de Ucrania como Estado, desde 1991, implica necesariamente que Kiev tenga que fortalecer su identidad nacional y eso sólo puede hacerlo abriéndose hacia Occidente, hacia Estados Unidos y la UE, pese a las críticas que ha recibido de éstos por su situación política interna, ligada a los lentos avances tanto en la democratización como en las reformas económicas y, por lo demás, salpicada de acusaciones de corrupción hacia los gobernantes de la era postsoviética. Europa, sin embargo, ha tenido una actitud más bien tibia hacia las aspiraciones ucranianas hacia la Unión, al descartar la posibilidad de que sea un país asociado y quedar reducido al estatus genérico de “vecino”. En cualquier caso, Ucrania está obligada a consolidar un cierto equilibrio entre Rusia y Europa, que combine a la vez sus condicionamientos geopolíticos con su viabilidad como Estado independiente.
Análisis: Si repasamos las conclusiones de los Consejos Europeos o las declaraciones conjuntas al término de las reuniones UE-Ucrania, sin olvidar la estrategia sobre Ucrania (1999), encontraremos frecuentes referencias a la significación geoestratégica de este país y a su importancia para la seguridad en Europa. Mas otra cosa es el terreno de los hechos: se diría que la cuestión ucraniana no parecía revestir demasiado interés para el futuro de Europa. Es significativo que el presidente Kuchma visitara diversos países europeos, entre ellos España, durante su primer mandato y, sin embargo, las visitas a Kiev durante los últimos años apenas sobrepasaron el nivel de ministros de Exteriores. El contraste con los viajes oficiales de los mandatarios europeos a Rusia, e incluso a Kazajistán, resulta evidente.
Ucrania es un país europeo, situado en gran parte en Europa Central, con más de 47 millones de habitantes y una superficie algo mayor que la de Francia (603.000 km2). Es un territorio marcado por la oposición entre una Ucrania “prooccidental”, la situada entre la frontera polaca y Kiev, y una Ucrania “oriental” o rusófila, la de regiones minero-industriales como Donetsk o la de las orillas del mar Negro. Sin embargo, a excepción de Polonia y otros vecinos, son escasos los miembros de la UE que se interesen por Ucrania, de tal modo que se puede tener la sensación –percibida también por bastantes ucranianos– de que el país podría estar condenado a seguir el destino de la Bielorrusia de Lukaschenko, a la que los medios califican de “última dictadura de Europa”. Calificaciones aparte, no se ejerce sobre ella una presión similar a la empleada contra la Serbia de Milosevic. Por tanto, el vacío que deja Europa en esa zona lo llenan los Estados Unidos: son ellos los que han dado un mayor apoyo a la oposición a Lukaschenko. ¿Nos extrañaremos luego del sentimiento pro-americano en los países de Europa Central y Oriental, sean éstos o no miembros de la UE? Lo cierto es que una organización “low profile”, como es la OSCE, parece hacer más por la democracia en Bielorrusia, con la apertura de una oficina en Minsk desde comienzos de 2003, que la propia UE, que dispone de más recursos y supuestamente de mayores posibilidades. Esto también puede aplicarse al caso de Ucrania o al de Moldavia.
La UE ha carecido de una estrategia consistente hacia los países de la llamada “Europa Oriental”. Geográficamente nadie niega la condición de europeos a Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, pero la realidad es que, a los ojos de Bruselas, tiene más futuro Turquía –con solo un 5% de territorio europeo– que cualquiera de los países citados. Esta situación obedece, sin duda, a una paradoja que resulta incómodo mencionar y que expresa un doble rasero a la hora de enfocar las relaciones internacionales. Nos hemos cansado de leer en documentos de las organizaciones europeas, tras la guerra fría, el rechazo explícito del concepto de “esferas de influencia”, lo que encaja en esa visión kantiana y posmoderna de las relaciones internacionales a la que se refiere Robert Cooper en The Breaking of Nations. Sin embargo, los hechos –y las omisiones– nos demuestran que la UE ha estado practicando una defensa del más rancio statu quo. Dicho de otro modo, se ha buscado no incomodar a Rusia, bien sea la de Yeltsin o la de Putin. Es un ejemplo de corrección política, que también se manifiesta, por supuesto, en relación con el conflicto del Cáucaso.
Respecto a la OTAN, la situación no es mucho mejor desde la firma de la Carta de asociación con Ucrania (1997). Las expectativas de una mejora cualitativa en el diálogo entre la Alianza y Ucrania no se vieron confirmadas por la Cumbre de Praga (2002). Se podrá achacar a la desconfianza de Washington hacia el presidente Kuchma por la supuesta venta de armamento a Irak, pero esta explicación no resulta suficiente. ¿Por qué la relación con Ucrania no ha alcanzado niveles hasta cierto punto similares a la establecida con Rusia? Además, Kiev ha enviado tropas para colaborar con Washington en la posguerra iraquí. No nos vale la excusa de pocos avances en el proceso de reformas para justificar una relación con la Alianza que no presenta demasiados progresos. Hay todo un contraste con el Diálogo Mediterráneo de la OTAN, que está llamado a dar un salto de calidad gracias a la Iniciativa de Estambul (2004), un intento de emular los éxitos del Partnership for Peace. ¿A quién no se quiere incomodar con esta actitud?
Una actitud de tibieza hacia Ucrania sólo puede dañar a la larga el discurso europeísta del que hacen gala algunos miembros originarios de la UE. Ese discurso no resulta tan creíble en los países de la “nueva Europa”. Ellos se dan cuenta de que el simple statu quo les condena, sin que nadie les haya consultado, a ser en su parte este una frontera entre dos mundos, distantes en lo político, social y económico, pese a todas las retóricas enfatizadoras sobre la democratización y la economía de mercado. Cuando la distancia entre los mundos se transforma en abismo, aumentan las amenazas a la seguridad de la Unión. Es otro ejemplo más de que en el mundo de hoy los riesgos no provienen sólo de países con un potencial militar amenazador sino también de los failed states que no están únicamente en latitudes africanas. La seguridad en el espacio euroasiático pasa de forma primordial por el mantenimiento de la soberanía y la integridad territorial de todos aquellos Estados nacidos tras la caída del comunismo, lo mismo se trate de Georgia que de los países bálticos, y por supuesto, de Ucrania. La UE debería recordar una vez más que toda entidad política –y por supuesto, todo espacio económico– necesita de unas fronteras seguras. Además, la frontera con Ucrania se incrementará notablemente con el previsible ingreso de Rumania en la Unión en enero de 2007.
Tras la ampliación de mayo de 2004, la UE no podrá permitirse el lujo de seguir mirando para otro lado. Se lo van a recordar –ya lo están haciendo– países miembros como Polonia y los países bálticos, que tienen tras de sí la experiencia de la historia y una mayor visión geoestratégica. Tampoco puede ser de otra manera, sobre todo en el ámbito de la seguridad, dado el progresivo proceso de “orientalización” de la OTAN: diez países de Europa Central y Oriental han ingresado en la Alianza desde 1999; y éste es un capítulo no cerrado teniendo en cuenta las incorporaciones de otros países balcánicos antes de que finalice la presente década. Si casi la mitad de los países de la OTAN en 2010 son antiguos países comunistas, y además gran parte de ellos son también miembros de la UE, las cuestiones de seguridad relacionadas con Ucrania y Rusia no podrán obviarse ni reducirse a la lógica del statu quo. Menos todavía, cuando estos mismos países tienen que jugar su correspondiente papel en la configuración de la política europea de seguridad y defensa. Sin embargo, la “nueva Europa” no ha tenido la percepción de que Bruselas u otras capitales de los Estados miembros hayan estado a la altura de los retos futuros.
Puestos a ver el presente con remembranzas del pasado, algunos de los recién llegados podrían acordarse de enfoques estratégicos de hace más de un siglo como la entente franco-rusa, aunque mas recientemente los nuevos miembros de la Unión habrán tenido ocasión de fruncir el ceño ante las reuniones del llamado “trío de la paz” (Chirac-Schröder-Putin), que habrán recordado, sobre todo al presidente ruso, escenas de la Europa del siglo XIX, con sus directorios o conciertos. Esa diplomacia a lo Metternich, muy propia de la “vieja Europa”, ha tenido que sentirse sacudida por los acontecimientos de Ucrania, pues se ve obligada a hacer una elección que le resulta incómoda: entre la democracia, que siempre dice apoyar, y el statu quo. Gazeta Wyborcza, uno de los medios más influyentes de la “nueva Europa”, ha hecho un llamamiento a no hacer dejación de responsabilidades ante la crisis ucraniana Es un mensaje dirigido a Bruselas, pero sin duda también a París. ¿No hablaba el propio De Gaulle, allá por la década de 1960, de una Europa desde el Atlántico a los Urales? Los sucesos de Ucrania deberían ser un alegato contra las fronteras artificiales, contra las “zonas grises” en territorio europeo. Resulta incongruente su existencia cuando se predica al mismo tiempo una Europa sin fronteras. Es también incongruente de cara al fenómeno imparable de la globalización, que supone además la crisis de la vieja geopolítica, tan cultivada en el antiguo espacio soviético.
La UE tendrá que comprender –y a esto le ayudarán sus nuevos miembros– que no se puede meter en el mismo saco a Ucrania que a Túnez, con el argumento de que todos ellos son vecinos y que todos podrían tener acceso a su espacio económico aunque no a sus instituciones, tal y como señalara el documento de la Comisión sobre los países vecinos de la UE (junio de 2003), acaso un intento más de poner puertas no sólo a las fronteras de la Unión sino también a las de Europa. No se trata de ofrecer una adhesión a la UE, y menos en época de querellas presupuestarias y crisis económicas internas, a países que están todavía lejos de cumplir los criterios políticos y económicos establecidos en Copenhague. Sí se trata, en cambio, de implicarse más en la reconstrucción política y económica de estos países, y particularmente de Ucrania. Los procesos de nation-building no son únicamente para países devastados por una guerra. Es en interés de la seguridad europea que Ucrania se consolide como Estado independiente. No sólo es cuestión de estructuras político-administrativas. Antes bien, estamos ante un caso similar al expresado por Manzoni en la Italia del Risorgimento: hecha Ucrania, ahora hay que hacer los ucranianos. Esto implica que UE abandone su actitud de wait and see: tiene que asumir una actitud de mayor pragmatismo y nunca dar por sentado que ésa es una “esfera de influencia” rusa. En estos tiempos de debate sobre Constitución y raíces europeas, bien está recordar a un ilustrado, francés por más señas, como era Voltaire, quien afirmaba que Ucrania siempre ha querido ser libre, pero las ambiciones de Moscovia se lo han impedido. Esa libertad se favorece hoy ayudando a la consolidación de un nacionalismo cívico. Esto también supone no admitir, ni siquiera implícitamente, cualquier división de Ucrania. No es esto lo que Europa ha defendido para los Balcanes, pese a las acometidas del nacionalismo étnico, sobre todo en Bosnia Herzegovina.
Nadie niega las diferencias políticas, económicas y culturales entre la Ucrania occidental y oriental, mas esto no conlleva que en esta última, pese a la mayor influencia rusa, no se quiera de modo mayoritario la independencia nacional. Una cosa es tener una relación preferente con Rusia pero, ¿quién querría la anexión a lo que un día fue el imperio? ¿Querrían acaso subordinarse económicamente a Moscú los poderes minero-industriales de la zona del Donbass? Es cierto que han corrido rumores de que los consejos legislativos de las regiones orientales de Donetsk y Lugansk propondrían consultas populares para decidir una posible secesión e incorporación a Rusia. Ni siquiera Moscú debería aplaudir esta hipótesis, pues supone dar carta blanca al derecho de secesión en los territorios de la antigua URSS. No es sólo que esta opción vaya contra los compromisos establecidos por la OSCE, desde el Acta Final de Helsinki hasta hoy, sino que va contra los propios intereses de Rusia, pues supondría crear un peligroso precedente en el área de soberanía rusa, susceptible de contagio a otros países de la CEI.
Por lo demás, en la crisis ucraniana, Moscú ha hecho gala de sus tesis geopolíticas más conocidas: las que implican que la expansión de Europa debe detenerse en la frontera ucraniana. Es el “euroasiatismo”, quizá no en el mensaje paneslavista y anti-anglosajón del teórico Aleksander Dugin, pero sí en el terreno práctico. Rusia ha llegado a afirmar que la actitud de la UE, al no reconocer el resultado de las elecciones, crea una nueva línea divisoria en Europa. Más bien es lo contrario: es el statu quo lo que fomenta las divisiones. Moscú puede haber cometido un error estratégico al apostar claramente en las dos fases de la campaña electoral por el candidato oficialista Yanukovich. Acaso ha olvidado que estamos en una situación muy diferente a la de las elecciones presidenciales de 1994 y 1999, en las que ganó el presidente Kuchma. Yeltsin le apoyó, y en las altas instancias europeas y americanas apenas se expresaron críticas a las posibles irregularidades. El motivo no era otro que la alternativa a Kuchma era la de Simonenko, el candidato comunista. De ahí que la victoria del hoy presidente saliente no encontrara objeciones. Mas ahora ha habido que optar entre la alternativa de un nuevo estilo en política, si bien Yuschenko fue primer ministro con Kuchma, y la de dejar las cosas más o menos como hasta ahora. Esta última opción puede suponer la ralentización de las reformas políticas y económicas, con el consabido argumento de que una “terapia de choque” llevaría a la desestabilización del país.
Con su apoyo a Yanukovich, Rusia está queriendo expresar que Ucrania no debe seguir una vía europea y atlantista, pero esto implica inexorablemente que Moscú esté despertando fuertes sentimientos antirrusos entre la población ucraniana, y no sólo en la región occidental. No han podido hacer nada mejor los rusos para favorecer el nacionalismo ucraniano. Ante esto languidecen las críticas a Yuschenko, acusado en campaña por sus adversarios de querer convertir al país en otro Estado norteamericano. Antes bien, Putin debería haber proclamado en todo momento que estaría dispuesto a colaborar con un presidente ucraniano democráticamente elegido, sea éste quien fuere. ¿Favorece a Putin que su imagen queda asociada así a las de Lukaschenko o Milosevic, quienes han aplaudido la victoria de Yanukovic? Pero no es creíble pensar que Yuschenko sea el candidato “antirruso”. ¿Quién si no él favoreció, durante su fugaz estancia en la jefatura del gobierno, las inversiones rusas en Ucrania? Un Yuschenko presidente tendría que tener en cuenta los intereses de Ucrania oriental, a no ser que quisiera repetir, por ejemplo, la situación de Abjazia, independiente de facto respecto al poder georgiano. En todo caso, el escenario sería más explosivo que el de esa región transcaucásica, sin olvidar tampoco la realidad de Crimea, poblada mayoritariamente por rusos. En beneficio de una Ucrania estable e independiente, Yuschenko –o Yanukovic– tendrán que mantener un equilibrio entre Rusia y Europa. Es falso el dilema de tener que elegir a una y descartar a la otra. Además tampoco Europa debe servirse de Ucrania para aislar a Rusia.
Moscú parece aferrarse al viejo concepto de “esferas de influencia”, lo cual suscita una pregunta: ¿para qué quiere Rusia a Ucrania? ¿Para ir hacia Europa o hacia Eurasia? Más bien parece lo segundo, lo que se contradice claramente con las aspiraciones rusas de establecer un espacio económico con la UE y encontrar una salida a la situación del enclave de Kaliningrado. Una Ucrania más orientada hacia Europa podría favorecer los intereses europeos de Rusia, pero si la política exterior de Moscú persistiera en el “eurasianismo”, el resultado será más Asia y menos Europa. La consecuencia será una soledad euroasiática, pues aislarse de Europa no supone tener una posición más firme y prestigiosa en Asia frente a los colosos chino y japonés. El “eurasianismo” suena sobre todo a conflictos en el “extranjero próximo”. Una cosa es ser un país euroasiático y otra defender tesis eurasianistas que habría hecho suyas el propio Lenin. Por lo demás, si el espacio económico que Rusia quiere edificar con Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán se planteara como un intento de resucitar el imperio soviético, estaríamos ante un ejemplo de no entender la dinámica de la globalización. O ese espacio se relaciona con el europeo, que es algo más que un simple mercado, o su viabilidad será limitada. Acaso algo más prioritario es que Ucrania y Rusia puedan cumplir las condiciones para entrar en la OMC.
Conclusión: La crisis electoral habría de servir para que Europa modifique progresivamente su actitud hacia Ucrania, si de verdad cree en un continente sin líneas divisorias ni esferas de influencia. En esta tarea jugarán un papel decisivo países como Polonia o los bálticos. Rusia persistirá, en cambio, con su tradicional visión geopolítica de Ucrania, pero debería tener en cuenta que alejar a este país de Europa supone también distanciarse ella misma, apegándose a las viejas doctrinas del “eurasianismo”. Por lo demás, Ucrania no está obligada a elegir forzosamente entre Europa y Rusia. Antes bien, debe mantener un equilibrio entre ambas, siendo consciente a la vez de que su opción europea puede beneficiar a Rusia a largo plazo.

Antonio R. Rubio Plo
Profesor de Relaciones Internacionales, Centro Universitario Villanueva (Universidad Complutense)


CATALUNYA LAURA FREIXAS

Una generación de catalanes

Ver a Cataluña solo como víctima de la opresión española es manipular la historia

 21 ENE 2014 EL PAÍS
En la vida de mis abuelos paternos hay, para mí, un gran misterio. Pertenecían ambos a la burguesía catalana —mi abuelo era empresario textil—; hablaban catalán, no iban a misa, leían a Aldous Huxley y Stefan Zweig; pertenecían a un partido catalanista conservador, la Lliga, equivalente de lo que hoy sería CiU. Nada más alejado, diríase, del franquismo... Sin embargo, cuando las tropas del generalísimo entraron en Barcelona en enero de 1939, mis abuelos las recibieron gritando hasta desgañitarse, brazo en alto: “¡Franco, Franco, Franco!”. ¿Qué había pasado? Por desgracia, murieron antes de que yo pudiera preguntárselo. Pero ahora, tantos años después, se acaba de publicar un libro que me da la respuesta: los Dietaris,de Joan Estelrich.
Contemporáneo de mis abuelos, Estelrich (1896-1958) perteneció como ellos a la Lliga: fue secretario de su fundador, Francesc Cambó, y diputado. Sus anotaciones íntimas, escritas en catalán, inéditas hasta ahora, constituyen un documento extraordinario: nos permiten entender una evolución política a primera vista incomprensible, y que sin embargo fue la de gran parte de una generación. “Nosotros, la Lliga”, escribe en 1935, “estamos decididamente al lado de los conservadores españoles en todos los problemas generales; pero los conservadores están contra nosotros furiosamente en la cuestión catalana” (20-12-35).
Joan Estelrich está en Roma cuando estalla la sublevación del 18 de julio. Su primera reacción es indecisa: “Yo, como catalán, debo desear el triunfo del gobierno y como español, el de los sublevados” (20-7-36). Pero muy pronto, lo ve claro. Frente a “un Estado [CATALÁN] independiente con dictadura del proletariado anárquico”, “la victoria de los militares aparece como el mal menor” (26-8 y 1-9-36). El día en que recibe la noticia (falsa) de que Franco ha entrado en Madrid, lo celebra brindando por “esta victoria y las que vendrán” (8-11-36).
A mi abuelo los obreros le incautaron la fábrica y con Franco la recuperó
En enero de 1940, Estelrich anota: “Hace un año, el día de la liberación, toda Catalunya unánime estaba por Franco y el Movimiento; era el momento para emprender una política de conciliación moral, de integración española. Después han venido las decepciones; toda Catalunya se siente, con razón o sin ella, hostilizada” (31-1-40).
La cosa no debe, con todo, parecerle muy grave, pues cree que un gobernador civil que aunque no sea catalán “conozca la psicología de Catalunya”, con unas simples “disposiciones que satisfagan algún aspecto sentimental y algún aspecto económico”, “se ganaría en un par de días el corazón de todos los catalanes” (23-1-40). En lo que queda del diario (que llega hasta 1949), Estelrich no vuelve a hablar de política. Vive cómodamente desempeñando cargos oficiales: director de la oficina de prensa franquista en París, delegado de España ante la Unesco...
Ciertamente, no toda la burguesía ni toda la intelectualidad catalanas siguieron el ejemplo de Estelrich. Algunos se exiliaron (Carner, Rodoreda, Calders…); otros (Espriu, Manent, Sales…) trabajaron, en el “exilio interior”, en favor de la lengua y la cultura catalanas. Pero tampoco puede decirse, ni mucho menos, que Joan Estelrich fuera un caso aislado. Catalanes tan ilustres como D’Ors, Dalí o Pla fueron franquistas, así como los intelectuales agrupados en torno a la revistaDestino; y en sus memorias, elocuentemente tituladas Habíamos ganado la guerra (2007), Esther Tusquets retrata la euforia, en 1939, de muchos catalanes ricos, como sus padres, que jamás dudaron que la victoria de Franco (incluida la disolución de la Generalitat y el fusilamiento de su presidente, Lluís Companys) era la suya.
Lo mismo, supongo, debió sentir mi abuelo. Durante la guerra, los obreros de su fábrica se la incautaron; en 1939, gracias a Franco, la recuperó. Ese mismo año, mi otro abuelo fue encarcelado en Barcelona por los nacionales. Originario de Ávila, había emigrado a Cataluña en 1932 en busca de trabajo; era anarquista y combatió con los republicanos. Al salir de la cárcel fue depurado; pasó miseria el resto de su vida.
El espejismo de unanimidad oculta todos los conflictos internos
Ahora intentemos entender todo esto a la luz de la historia oficial. Una historia formada solamente por dos polos: de un lado “Catalunya”, unánime, resistente, noblemente vencida, siempre víctima; del otro una “España” empeñada, como un solo hombre, en sojuzgar a los catalanes. Es el discurso que destilan las celebraciones del tricentenario de 1714, el reciente congreso tituladoEspaña contra Catalunya, el Museu d’Història de Catalunya o la declaración de soberanía aprobada por el Parlament (23-1-13), cuyo preámbulo asegura sin pestañear que “la dictadura de Franco contó con una resistencia activa del pueblo de Catalunya”. Entonces, ¿dónde queda Estelrich? ¿Y Cambó, D’Ors, Dalí, Pla…? ¿Y los padres de Esther Tusquets? ¿Y mis abuelos…? ¿Debo pensar que mi abuela materna, castellana, que era costurera, vivía en un quinto sin ascensor y, en tanto que mujer, no tenía ningún derecho, era la opresora, y mi abuelo paterno, catalán, que tenía dos criadas, una fábrica, un gran piso en Barcelona y tres casas en Lloret de Mar, el oprimido?
Siendo tan burda esa falsificación de la historia, es asombrosa la facilidad con la que está calando. Sin duda en momentos como los actuales, de crisis, miedo al futuro, angustia…, resulta consolador ese espejismo de unanimidad y decisión: “Siempre hemos luchado los mismos por lo mismo, desde hace muchos siglos”, nos vienen a decir. Se ocultan así todos los conflictos internos: de clase, de género, religiosos, ideológicos…, como si el mero hecho de ser catalanes bastara para definirnos y hermanarnos. Es célebre la frase de Cambó, que al conminársele a que eligiera una forma de Estado respondió: “¿Monarquía? ¿República? ¡Catalunya!”. Pero a la hora de la verdad, cuando no pueda seguir echándosele a Madrid la culpa de todo lo que no nos gusta, cuando haya que preguntarse: ¿impuesto de sucesiones?, ¿ley de dependencia?, ¿sanidad pública o privada?, ¿aborto?, ¿religión en la escuela?... “Catalunya” no servirá como respuesta. A la hora de la verdad, por más que seamos todos catalanes, cada persona, cada partido, tendrá que elegir y elegirá, del mismo modo que en 1936 Joan Estelrich tuvo que elegir y eligió sin vacilar a Franco.
Laura Freixas es escritora. Su último libro publicado es Una vida subterránea. Diario 1991-1994 (ed. Errata Naturae, Madrid, 2013).