El hombre rebelde
EDITORIAL · MERCURIO 154 - OCTUBRE 2013
La reputación literaria e intelectual de Albert Camus, que había caído bastante —pese al Nobel de 1957— unos años antes de su muerte prematura, se ha recuperado espectacularmente en las últimas décadas, cuando se ha hecho evidente que la razón estaba de su parte en el sonado pleito que lo enfrentó a Sartre —entonces en la cima de su prestigio— y a la influyente secta formada por los admiradores de la tiranía soviética. El próximo 7 de noviembre se celebra el primer centenario del nacimiento del pensador francoargelino, pero hace poco se cumplieron cincuenta años de su muerte —en 1960— y ya entonces pudimos comprobar que Camus emergía como la gran figura de un periodo marcado por la guerra y sus consecuencias, entre ellas la descolonización que puso al escritor ante un doloroso conflicto de lealtades enfrentadas.
Como explica Victoria Camps, el concepto de rebeldía de Camus, al que dedicó todo un libro —El hombre rebelde— que marcó su ruptura definitiva con la izquierda comunista, excluía las aspiraciones revolucionarias que atentan, por principio, contra la idea de libertad. El impecable historial de resistente frente a la Ocupación y su labor como impugnador de los fascismos no le hicieron caer en la complacencia frente a otras dictaduras totalitarias que encubrían, bajo la coartada de la “justicia absoluta”, un camino de servidumbre. Invocando, entre otros, el testimonio de Jean Daniel, Javier Valenzuela recorre la teoría y la práctica camusiana del periodismo —mezcla de información y opinión, convenientemente diferenciadas— y reivindica la actualidad del pensador también en este terreno. Independencia de los poderes económicos, valores morales y autonomía para mantenerse al margen de la “politiquería partidista”, son algunos de los imperativos que a juicio de Camus precisaba el desempeño del oficio, considerado desde una perspectiva radicalmente honesta donde se daban la mano el ejercicio del compromiso y la fidelidad a los principios humanistas.
A partir del drama Los justos, donde Camus describió las perversas motivaciones de los terroristas que se entregan a la propagación violenta del ideal, Fernando Aramburu analiza el proceso de deshumanización por el que los defensores de la pureza a ultranza son capaces de cosificar a sus víctimas y de justificar los asesinatos más atroces en aras de una instancia superior, sin vacilaciones ni remordimientos. No hay víctimas inocentes, piensan los justicieros, pero tras los anhelos redentores o las proclamas aparentemente desprendidas se ocultan el resentimiento, el egoísmo, la sed de venganza. A propósito de El extranjero, la deslumbrante primera novela de Camus y uno de los referentes mayores de la literatura existencialista, Aroa Moreno destaca la vigencia de una obra que se adelantó a su época y sigue provocando en el lector una mezcla de inquietud y perplejidad, de fascinación y desasosiego.
Por su fondo ético, pero también por su escritura y por la autenticidad de su modo de vida, Ricardo Menéndez Salmón declara su admiración sin reservas hacia la figura de Camus, destacando su perfil abarcador y su actitud crítica, siempre alejada de cualquier consigna. Caídas las últimas barreras para una completa dominación por parte de los poderosos, y en unos tiempos en que la literatura se ha convertido en una mercancía más, el ejemplo de Camus, su obra y su propuesta emancipadora, son hoy más necesarios que nunca.
Contra los absolutos
Si Albert Camus llegó a diseñar una ética, esta tuvo como criterio la mesura. Por eso señaló que no puede haber una moral sin realismo, pues la virtud pura es inhumana
En algún lugar que ahora no recuerdo Camus escribió que si existiera un partido de quienes están seguros de no tener razón, ese sería el suyo. Camus fue un rebelde, pero no un revolucionario: nunca dejó que las razones de su rebeldía le llevaran tan lejos como para hacer la revolución. Sus ideas sobre la cuestión las dejó escritas en uno de sus mejores ensayos, L’homme révolté,sin duda el que le valió más decididamente la animadversión de sus coetáneos que, pese a ser luchadores impenitentes contra el fascismo, no supieron o no quisieron ver lo que de totalitaria tenía la revolución comunista. Camus fue un rebelde que rechazó las revoluciones por entender que desvirtuaban el sentido de la rebeldía, que no es otra cosa que la reacción producida por las condiciones de injusticia o sufrimiento incomprensibles. Situaciones como la que él mismo experimentó en el viaje que, ya de adulto, hizo a Saint-Brieuc para ver la tumba de su padre muerto en la guerra cuando Camus solo tenía un año. En Le premier homme cuenta que la ternura y piedad que de repente sintió no fue el sentimiento normal del hijo ante el recuerdo del padre desaparecido, sino “la compasión conmovida que un hombre hecho resiente ante el niño injustamente asesinado —algo aquí no estaba en el orden natural y, a decir verdad, no había orden sino caos allí donde el hijo era más viejo que el padre”. La rebeldía ante situaciones como la descrita expresa el absurdo que uno siente ante las grandes contradicciones de la existencia. Un absurdo que, pese a todo, no puede convertirse en “regla de vida”, pues, cuando ello ocurre, esa rebeldía nacida de la solidaridad humana, acaba destruyendo la solidaridad.
La rebeldía da cuenta del absurdo de la existencia, de la incoherencia entre la irracionalidad del mundo y el deseo humano de claridad. El rebelde va en busca de una unidad que resuelva el caos, pero lo singular en él es que permanece en la búsqueda, porque la rebeldía solo es un punto de partida, no el final de la historia: “Aceptar la absurdidad de todo lo que nos rodea es un primer paso, una experiencia necesaria, que no debe convertirse en un callejón sin salida”. En las revoluciones planificadas, por el contrario, la búsqueda de la unidad sucumbe al afán de totalidad. La Revolución Francesa exigía la unidad de la patria. El marxismo buscaba la reconciliación de lo racional y lo irracional, de la esencia y la existencia, de la libertad y la necesidad. Los fascismos quisieron salvar la pureza de la raza. Pero, advierte Camus, “no hay unidad que no suponga una mutilización”: la mutilación de la individualidad y de la libertad. La libertad está en el origen de todas las revoluciones, porque es un elemento imprescindible de la justicia, hasta que llega un momento en que ese ideal de justicia, que la revolución percibe con sorprendente nitidez y sin sombra de duda, exige la supresión de las libertades. Cuando la meta está clara, la fuerza de la ley se banaliza y desaparece. Como se relativiza el sufrimiento de los que son sacrificados en el camino hacia el advenimiento de la sociedad perfecta. Una licencia peligrosa, dado que “hacer callar al derecho hasta que sea establecida la justicia es hacerlo callar para siempre, pues no habrá ocasión de hablar si la justicia reina para siempre”. Allí donde se pretende que reine la justicia absoluta, el mundo enmudece, pues “la justicia absoluta niega la libertad”.
La rebeldía da cuenta del absurdo de la existencia, de la incoherencia entre la irracionalidad del mundo y el deseo humano de claridad, pero es solo un punto de partida, no el final de la historiaCamus peleó toda su vida por mantener ese principio. Para explicarlo, le dio la vuelta a la teoría según la cual lo importante son los fines últimos que guían la acción, mientras los medios son meros instrumentos para un final que lo bendice todo. Es al revés: “un fin que necesita medios injustos no es un fin justo”. Son los medios los que prefiguran el fin, nos dicen cómo hay que entenderlo y pueden legitimarlo. Cuando las libertades han sido anuladas, ya no regresan. Jamás se hará realidad la fórmula del comunismo según la cual “hay que eliminar toda libertad para conquistar el Imperio y el Imperio un día será la libertad”.
En más de una ocasión, Camus rechazó la etiqueta de existencialista. No era partidario de ir descubriendo esencias, pues estas solo se reconocen en la existencia. Tampoco renegaba de una supuesta naturaleza humana que uniera a todos los hombres, pero estaba lejos de pensar que alguien pudiera encerrarla en una definición esencial. Es el encuentro con hombres y mujeres de carne y hueso, el encuentro con condiciones de sufrimiento y de injusticia, lo que nos acerca al significado de esas palabras inmensas cuya grandeza, sin embargo, siempre será una “grandeza relativa”. Pero si las esencias no son nada, tampoco cree Camus que seamos solo existencia. Su rechazo radical del historicismo y de la fe en una Historia que es fuente de valor deriva de dicha convicción. Los valores por los que juzgamos la Historia siempre están fuera de ella. Precisamente la rebeldía consiste en “el rechazo a ser tratado como cosa y reducido a la mera Historia”. Más allá de lo que la Historia pueda hacer con el ser humano, este aspira a ser algo más, no reductible ni previsto por la Historia.
Si Camus llegó a diseñar una ética, esta tuvo como criterio la mesura. Señaló que no puede haber una moral sin realismo, pues la virtud pura es inhumana. De ahí que la norma de lo humano tenga que ser la mesura, no la desmesura a la que la desesperación arroja a los revolucionarios: una “desmesura inhumana”. Si las revoluciones fueran realistas no desdeñarían la belleza y la creatividad de algo tan contingente y creativo como el arte, pues “los grandes reformadores tratan de construir en la Historia lo que Shakespeare, Cervantes, Molière, Tolstói supieron crear: un mundo siempre presto a saciar el hambre de libertad y de dignidad que está en el corazón de cada hombre”. Puesto que no hay universalidad, puesto que todo es contingencia, desconfiemos de quienes pretenden tener razón y hablar en nombre de la verdad.
El capítulo último de L’homme révolté está dedicado a la revolución y el arte con el objeto de poner en cuestión la crítica revolucionaria que sistemáticamente “condena la novela pura como la evasión de una imaginación ociosa”. ¿De qué nos aliena la novela si los personajes literarios suelen parecer más reales que los hombres de carne y hueso? “¿Cuál es el misterio para que Adolphe nos parezca más familiar que Benjamin Constant, o el Conde Mosca que nuestros moralistas profesionales?” Para encarar adecuadamente la rebeldía hay que preferir, con Nietzsche, al creador, frente al juez o el represor. No, es equivocado pensar que la belleza se contrapone a la denuncia de las injusticias. Así acaba su análisis de la actitud rebelde: “Manteniendo la belleza, preparamos ese día de renacimiento en el que la civilización pondrá en el centro de su reflexión, lejos de las virtudes formales y de los valores degradados de la Historia, esta virtud viva que funda la común dignidad del mundo y del hombre y que tenemos que definir ahora frente a un mundo que la insulta”. A esa tarea y desde esa convicción se aplicó Camus toda su vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario