Un héroe subnormal
Así definía Manuel Vázquez Montalbán a Carvalho en 1996, con motivo de El premio. Aludía con ello a los orígenes del detective, creado en 1972 a la sombra de su Manifiesto subnormal, y como protagonista de aquella extraña novela (inclasificable, ni negra ni blanca ni todo lo contrario) que es Yo maté a Kennedy. Su ingreso en la cofradía investigadora, con todo, no se produciría hasta 1974, con su aparición en Tatuaje, un libro escrito en quince días como fruto de una apuesta y con una filosofía inspiradora que nadie puede resumir mejor que el propio autor: “La novela española entronizada era una ilegible mierda jaleada por los preciosos ridículos de una crítica con complejo de cosedores del himen de la doncella literaria por el realismo social, los personajes tardaban 30 páginas en subir una escalera y era preciso recuperar la inocencia narrativa de guardias y serenos”. Sobre estas premisas vino al mundo el detective más representativo e internacional de nuestra novela negra hasta la fecha, el arquetipo con el que todos los escritores del género en español, por muy dispares que puedan ser sus coordenadas de partida, están condenados a medirse y ser comparados sin remedio.
La verdad, y lo digo como afectado, es que resulta una bendición que nuestro punto de referencia sea un tipo tan descreído y a la vez tan sentimental, tan incorregible y a la vez tan decente, tan diletante y a la vez tan riguroso como Carvalho. Creándolo y depositándolo en ese espacio peculiar y emblemático de la españolidad (y lo siento por el que se ofenda, pero esto resulta evidente) que es su Barcelona portuaria, posfranquista, posindustrial y aún no tuneada por la cursilería del posolimpismo y por la reinvención (y reducción) nacionalista, nos dejó un faro capaz de alumbrarnos por muchas décadas, quizá para siempre, merced a su parentesco con ese otro defensor de doncellas afligidas y apaleados varios que fue a dar, con todos los huesos de su Triste Figura, en las doradas arenas barcelonesas.
Carvalho, el gourmet, el quemador de libros, el Quijote que tiene como Sancho al insolvente Biscúter y como Dulcinea a la trabajada Charo, acierta a construir con su mirada escéptica e impenitente una ciudad que muchos seguimos viendo (como esa Roma ya ida que en algunas guías de la Ciudad Eterna representan en hojas transparentes superpuestas a las ruinas actuales) por sobre la Barcelona redibujada por el disseny e invadida por los cruceristas. Su Barrio Chino, que en la ciudad de hoy solo subsiste como una suerte de etiqueta arqueológica y no muy bien vista, perdura en cambio, vigoroso y palpitante, en las páginas de sus novelas, en el carácter socarrón y estoico de ese detective que no tiene como misión hacer justicia, sino dejar señalados a los injustos, los hipócritas, los que siempre robaron el futuro a los desgraciados con los que se siente solidario.
Desde Barcelona, en su último viaje, Carvalho llegó hasta Australia en el segundo volumen de Milenio Carvalho, con el que MVM incumplió su compromiso de matarlo en el año 2000. Este largo viaje de su detective fue presagio del que habría de ser también el último de su artífice. Viniendo de tan lejos, se quedó Manuel en Bangkok, donde también dejó su rastro Carvalho, bajo aquellos pájaros fatídicos. No hace mucho, en Australia, estuve con el mismo periodista de la SBS, la radio estatal australiana, que fue el último en entrevistarle. Ambos lo recordamos, al maestro y también a su personaje, ese héroe subnormal con el que, a buen seguro, despacha ahora un buen almuerzo y bebe un buen vino, con la satisfacción del placer cumplido.
Quintero, León y Quiroga
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