(...) Podríamos entender toda la estética de Valls como una especie de especulación sobre la condición del sujeto contemporáneo. Sus cuadros son espejos donde queda sedimentada la ansiedad y el proceso doloroso de desdoblamiento de la personalidad. El monstruo más oscuro está, en realidad, en nuestro interior. Los cuerpos más bellos e incluso “angelicales” están heridos y, desde el especio de la representación, nos interpelan. Imágenes en apóstrofe en las que los rostros imponen la dimensión abismal o, mejor, medusea de la mirada. No podemos escapar de la mirada consternada o perturbada de las figuras que pinta Dino Valls, esos ojos están en el borde de algo que no comprendemos, como si esperaran algo que nosotros no podemos hacer. Sus símbolos alegorizan el inconsciente, nombrar tangencialmente las pulsiones, aluden a procesos de transformación, retoman un pensamiento que va más allá de la reticulación ejercida por lo racional. (...)
(...) los expertos suelen deleitarse con su técnica y, especialmente, con lo que califica como “pincelada inmaculada”, a lo que el artista replica que es justamente al contrario: “Mi pintura sirve para aportar oscuridad, inquietud, tormento. Lo que hago como artista es ahondar en la parte más oscura y más desconocida del ser humano. Mi pintura vendría a ser una manera de manchar lo blanco”. Lo que quiere es penetrar en una zona oscura, representar lo inquietante (en el sentido freudiano aquello familiar que ha devenido extraño por causa de la represión) y, en última instancia, reflejar el inconsciente. Esta pintura atravesada por la angustia es tiene paradójicamente una belleza extremada. Los conflictos de la existencia no están literalizados ni se recurre a la retórica propia de la “cultura de la queja” sino que se alegoriza nuestra condición penosa pero, al mismo tiempo, surge una suerte de inmensa potencia de lo simbólico como si el arte todavía tuviera la capacidad de ofrecer redención o por lo menos de custodiar una antigua “promesa de felicidad”. La imaginación activa, por emplear términos de Jung, desplegada por Dino Valls nos ofrece un impresionante y múltiple (auto)retrato en el que el presente se abisma tanto en la tradición cuanto se proyecta hasta lo fantástico, la irrealidad de lo visto entra en fricción con la presencia enigmática de miradas que parecen tener más vida que todas aquellas con las que nos cruzamos cotidianamente. Una disección del inconsciente por medio de cuerpos desnudos, esto es, de pieles que tal vez sean lo más profundo, una figuración que (nos) transforma y atrapa en una oscilación de lo mitológico a lo onírico. Tiene muchísima razón Dino Valls cuando afirma que “una obra de arte pesa tanto como el volumen de inconsciente que desaloja”.
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